martes, 3 de noviembre de 2009

El Panteón de Hombres Ilustres, junto a Atocha

Tesoro oculto de la ciudad


El Panteón de Hombres Ilustres es "un lugar casi absolutamente desconocido, un museíto delicioso" se ubica en la calle Julián Gayarre, 3 (metro Atocha Renfe).


Sobre una antigua ermita, Carlos V mandó construir una iglesia a la Virgen de Atocha y un convento de dominicos. A partir de entonces el lugar sería protegido por todos los monarcas que le siguieron. "Los reyes necesitaban un templo donde mostrarse, querían convertir Madrid en un gran teatro", explica el profesor de arquitectura Javier García-Gutiérrez Mosteiro, "ya que la ciudad carecía del aparato arquitectónico que sustentase su capitalidad". Sin embargo, entre los franceses y la desamortización, la primera Basílica de Madrid llegó, hecha polvo, a finales del XIX, cuando la regente María Cristina decidió hacer eso tan español: tirarla y construir una nueva.

El concurso lo ganó el arquitecto Fernando Arbós y Tremanti (autor de la Casa Encendida, la iglesia de San Manuel y San Benito y el proyecto original del cementerio de la Almudena). El conjunto de edificios proyectado era grandioso. Lo presidía una enorme basílica, fuertemente jerarquizada (con entradas y asientos diferenciados para los reyes, los nobles y el público). "Más que un edificio religioso, estaba al servicio de un espectáculo social", explica Mosteiro.

Detrás del templo habría un altísimo campanille exento, a la moda italiana, y un panteón de hombres ilustres. París tenía el suyo, donde descansaban Voltaire o Victor Hugo, y en Westminster yacían Darwin o Dickens. En plena pantomanía Madrid no podía ser menos (ya se había intentado hacer uno en San Francisco el Grande, pero no cuajó).

Las obras de la basílica empezaron por sus anexos. Pero una vez construido el campanille y el panteón y derribada la antigua iglesia pasó eso tan español: se dejó el asunto a medias. "En lo que quedó se puede adivinar el espectáculo que pudo ser...", dice Mosteiro, "es una historia frustrada, como tantas en este país que no termina de dar la talla".

Lo que quedó es lo que el profesor llama un locus amenus, "un lugar tranquilo en medio del fragor de la ciudad". Tras un jardín simbólico, que repite las formas del edificio y separa a los vivos de los muertos, se alza un edificio extraño. Ecléctico, medieval, veneciano, bizantino. Una fachada bicolor, cúpulas en las esquinas, suelos de mosaico y un claustro porticado. Dentro, un puñado de tumbas (no se entierran hombres ilustres desde principios del siglo XX), entre ellas las de Dato, Canalejas y Cánovas, tres presidentes asesinados. Son una pequeña exposición de escultura. Hay obras de Mariano Benlliure o Agustí Querol. En el mausoleo del patio se erige una Estatua de la Libertad, con corona de rayos incluida y 30 años más vieja que su prima neoyorquina.


Con los años, los dominicos reclamaron su basílica y en la posguerra les construyeron una iglesia (sin ninguna relación con el proyecto de Arbós) donde las reinas y princesas siguen llevando el ramo de novia y a los niños recién nacidos. Donde iba el templo de Arbós, se cascaron un colegio. Y se hizo eso tan español: una chapuza. "Lo malo no es tanto que se adosase un edificio moderno, sino que éste diese la espalda al antiguo", explica el profesor.

El colegio le robó una de las galerías al panteón cegando sin pudor los arcos del claustro. El muro del adosado es más alto que las paredes originales y rompe la armonía del espacio, tapa la visión del campanille y está coronado con unas tremendas chimeneas metálicas y una especie de cobertizo de uralita. Peor lo tuvo el pobre campanille que quedó emparedado entre las aulas de la escuela. Ahora, en vez de exento, es el relleno de un sándwich.

"¿Qué habría que hacer aquí?" pregunta el profesor. Tirar el colegio, rebajar, al menos, el muro nuevo, liberar el campanille... devolver, en fin, la dignidad a un edificio que se supone celebra las glorias de la sociedad civil. Hay varios proyectos para arreglar el desaguisado, pero, de momento, se ha hecho eso tan español: nada.

Fuente: El País

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