Ni un papel en un parterre. Ni una cáscara de pipa en un paseo. Ni una colilla. De nosotros depende, no sólo de los jardineros y los operarios municipales, que los jardines madrileños estén limpios y cuidados, que los árboles y las plantas no se estropeen a causa de los desperdicios que los cubren, que las zonas verdes, en general, tengan futuro. Sólo se espera un gesto sencillo de nuestra parte: acercarse a una papelera y depositar en su interior cualquier envoltorio, cualquier residuo que tengamos en las manos.
Los parques madrileños están llenos de estos receptáculos tan simples y, a la vez, tan valiosos que nos ayudan a conservar nuestras zonas verdes en buen estado. Pongamos el caso del Parque de El Retiro, una posesión reservada a la estancia exclusiva de la familia real hasta que en 1868 el gobierno nacional lo entregó al pueblo de Madrid. El Retiro es, pues, un regalo para los madrileños y para el turismo, un jardín en medio de la urbe, donde se puede pasear y correr, donde los niños juegan y los mayores hacen gimnasia, donde cualquiera se puede sentar en un banco a leer o reflexionar, poniendo un paréntesis al trasiego urbano. El Retiro es una isla verde, un pulmón en el centro de una ciudad trepidante. No hay pretexto para ensuciarlo. En sus 118 hectáreas de superficie disponemos de 964 papeleras. No hay pretexto, en realidad, para ensuciar ningún parque porque en todos hay suficientes papeleras para que los ciudadanos asumamos nuestro compromiso por su supervivencia y su conservación.