lunes, 6 de febrero de 2006

Yo tenia un novio


Yo tenía un novio que tocaba en un conjunto beat, ¡oh, yeah!
le llevaba las baquetas en un bolso gris si si si
sus amigos me querían y mi novio me quería
le ayudaba a cargar en el furgón la batería...


No sé si recordaréis aquella mítica canción de Ruby y Los Casinos "Yo tenía un novio que tocaba en un conjunto beat" (que recordaré pronto en próximos artículos en los que abordaré el tema de la movida madrileña). Bien, pues yo no tenía un novio que tocaba en un conjunto beat, pero casi. Yo tenía un novio en Madrid. Por eso Madrid me trae, además, buenos recuerdos, aunque no siempre gratos.

Y cuando él no venía a mi ciudad (estoy hablando de algún tiempo antes de residir en Madrid por estudios), era yo la que me metía kilómetros en el cuerpo, a veces en coche aprovechando que algún amigo bajaba a Madrid, a veces como cliente de Renfe, en aquellas incómodas literas en las que siempre procuraba coger la de arriba para no tener que soportar las idas y venidas de mis compañeros de cuarto forzosos.

Recuerdo aquellas tardes paseando muy juntos por el Retiro, con las pintorescas y coloridas gitanas pululando a nuestro alrededor con su cantinela en busca de clientes a los que echar la buenaventura: "arsa niña, la buenaventura pa tí, con ese moreno que te quiere", mientras él me agarraba por la cintura y yo sonreía complacida. Y el otoño, las hojas caídas, la primavera, el esplendor. Esplendor en los barcos del parque, donde nos tomábamos las manos y nos besábamos indiferentes al mundo.

Recuerdo también un café pequeñito y acogedor al que solíamos acudir por las tardes. Ni me acuerdo de por dónde quedaba, y es posible que hoy ni siquiera exista. Mateo, que así se llamaba el interfecto, y yo nos sentábamos en la mesa mirándonos a los ojos y nos rozábamos las piernas con los pies, a veces tímidamente, a veces misteriosamente. Aquel café era como nuestra guarida, calor en invierno, fresco en verano, nido de un romanticismo acogedor palpable a cada rato en las caricias inocentes y hermosas.

También parábamos mucho en el ese lugar de encuentro social y de tertulias literarias que es el Café de Gijón, que sigue conservando el espíritu de los intelectuales que un día lo poblaron. Aunque es posible que ahora, gracias a las nuevas leyes antitabaco, el ambiente no tenga tantos humos, lo cual, todo sea dicho, constituían un inequívoco signo de identidad.

Mi parte favorita de Madrid siempre ha sido el Madrid de los Austrias. Pero en la memoria siempre quedan los lugares emblemáticos, Puerta del Sol, Plaza España, el colorido Rastro (me imagino que ahora lleno de inmigrantes, y no digo esto con ningún afán peyorativo sino demostrativo, pues es bien sabido que el número de extranjeros en la capital ha aumentado considerablemente en los últimos años)... Y la sacramental de San Isidro, no me olvido de ella, con sus tumbas de diversos estilos, lugar de paz en el que me parecía sentir una especial conexión con los allí sepultados, porque la historia de una ciudad es también la historia de sus cementerios.

He empezado este artículo haciendo referencia a una canción. Ahora mismo me está viniendo otra a la mente: "los olores y colores de la gran ciudad". Evidentemente, a ojos provincianos, Madrid es la gran ciudad. Y aún después de haber viajado por todo el mundo y de haber conocido metrópolis como Nueva York o Buenos Aires (donde todo, absolutamente todo es grande), por decir algunas, lo sigue siendo. Pero eran otros tiempos. Tiempos más tranquilos, menos convulsos, donde en Madrid no reinaban los Latin Kings ni los Ñetas, donde no veías un inmigrante sin nada que hacer en cada esquina, donde por algunas zonas podías salir a pasear de noche sin temor a ser atracado.

Y, para los curiosos, la relación con mi novio que no tocaba en un conjunto beat tomó otros derroteros y separamos nuestros caminos.

Eso sí, siempre nos quedará Madrid.

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