Bruno García Gallo para elpais.com
Pocos edificios existen en Madrid con una maldición tan perseverante como la del faro de Moncloa. Y eso es mucho decir en esta ciudad, en la que hasta el Ayuntamiento permite la ruina de inmuebles protegidos sin mover un dedo. El faro lleva seis años cerrado a cal y canto, mientras el Ayuntamiento se las ve y se las desea para hallar a un empresario dispuesto a poner un restaurante en su azotea que justifique el dinero que ha costado su renovación y que sigue costando su mantenimiento a las arcas municipales.
El faro, en realidad una torre de 92 metros de altura con un mirador circular en lo alto, se empezó a construir en 1991 con un presupuesto de 2,2 millones de euros. Acabó costando 3,8 millones de euros, un 83% más. Iba a emitir un láser visible a 50 kilómetros de distancia; albergaría antenas de policía, bomberos y ambulancias; y serviría para regular el tráfico de la autovía A-6.
Lo impulsó el Ayuntamiento de la capital (CDS) contra la voluntad del Gobierno regional (PSOE), que incluso recurrió su construcción (sin éxito) ante el Tribunal Superior de Justicia de Madrid.
Lo inauguró el alcalde José María Álvarez del Manzano (PP) en febrero de 1992, glosándolo como “símbolo de la evolución de la ciudad”. Debía convertirse en imagen de la capitalidad cultural que ostentó Madrid ese año, a la postre desvaída. Y quizá lo fue: el láser no se colocó “para no deslumbrar a los automovilistas”; y la torre de comunicaciones se quedó en una sola antena de radio. Finalmente, su función principal fue la de mirador. Y ni eso terminó de fructificar.
Ya en 1993, su arquitecto, Salvador Pérez Arroyo, denunció el “estado de abandono y falta de conservación” del faro, después de que se desprendieran varias placas del revestimiento. Estuvo cerrado durante meses en varias ocasiones, y en 2008 se clausuró definitivamente al incumplir la normativa de seguridad.
Languideció entonces un año, hasta que el alcalde Alberto Ruiz-Gallardón (PP) decidió destinarle 4,5 millones de los fondos estatales con los que el Gobierno socialista pensaba resucitar la economía. Su reforma terminó costando 5,6 millones (un 24% más).
Gallardón lo inauguró en 2011, y prometió entonces licitar un restaurante en el mirador. “Hemos intentado poner en valor algo que no tenía interés, queremos que vuelva a tener valor turístico”, dijo el Gobierno municipal, que avanzó sin embargo que no sería fácil debido a su reducido tamaño para el uso hostelero.
Sin embargo, tras la inauguración, cuando Gallardón y su séquito lo abandonaron, el faro permaneció cerrado. Al intentar darle un uso mucho más lucrativo que el original, el Ayuntamiento tuvo que negociar un convenio con la Universidad Complutense, en cuyo suelo se alza la estructura. En enero de 2012 estaba “a punto de firmarse”. A día de hoy, sigue así.
La idea de Gallardón era que la universidad cediese el suelo por 75 años a cambio de 80.000 euros anuales (para mantenimiento y limpieza) y un 20% de los ingresos. La Complutense aceptó, pero el faro sigue vacío.
El pasado viernes, su rector, José Carrillo, pidió una vez más su reapertura. Le acompañaba en esta exigencia el líder municipal socialista, Jaime Lissavetzky, que cifró en nueve millones de euros la inversión total en la instalación. “Pertenece al catálogo de edificios frustrados que están desaprovechados”, explicó Lissavetzky, que denunció además “la publicidad engañosa” que lleva a cabo a su juicio el Ayuntamiento al incluir el faro en los recorridos turísticos de Madrid.
“No hay justificación para que siga cerrado”, añade la concejal socialista Ana García D´Atri. El Gobierno municipal, que ahora dirige Ana Botella (PP), ya admitió en su momento que le estaba resultando complicado encontrar una empresa interesada en gestionar la instalación. Y mientras continúa buscando la fórmula de explotación público-privada más ventajosa, el convenio con la Complutense permanece sin firmar. Y el faro, cerrado desde hace seis años, sigue a la deriva.
Pocos edificios existen en Madrid con una maldición tan perseverante como la del faro de Moncloa. Y eso es mucho decir en esta ciudad, en la que hasta el Ayuntamiento permite la ruina de inmuebles protegidos sin mover un dedo. El faro lleva seis años cerrado a cal y canto, mientras el Ayuntamiento se las ve y se las desea para hallar a un empresario dispuesto a poner un restaurante en su azotea que justifique el dinero que ha costado su renovación y que sigue costando su mantenimiento a las arcas municipales.
El faro, en realidad una torre de 92 metros de altura con un mirador circular en lo alto, se empezó a construir en 1991 con un presupuesto de 2,2 millones de euros. Acabó costando 3,8 millones de euros, un 83% más. Iba a emitir un láser visible a 50 kilómetros de distancia; albergaría antenas de policía, bomberos y ambulancias; y serviría para regular el tráfico de la autovía A-6.
Lo impulsó el Ayuntamiento de la capital (CDS) contra la voluntad del Gobierno regional (PSOE), que incluso recurrió su construcción (sin éxito) ante el Tribunal Superior de Justicia de Madrid.
Lo inauguró el alcalde José María Álvarez del Manzano (PP) en febrero de 1992, glosándolo como “símbolo de la evolución de la ciudad”. Debía convertirse en imagen de la capitalidad cultural que ostentó Madrid ese año, a la postre desvaída. Y quizá lo fue: el láser no se colocó “para no deslumbrar a los automovilistas”; y la torre de comunicaciones se quedó en una sola antena de radio. Finalmente, su función principal fue la de mirador. Y ni eso terminó de fructificar.
Ya en 1993, su arquitecto, Salvador Pérez Arroyo, denunció el “estado de abandono y falta de conservación” del faro, después de que se desprendieran varias placas del revestimiento. Estuvo cerrado durante meses en varias ocasiones, y en 2008 se clausuró definitivamente al incumplir la normativa de seguridad.
Languideció entonces un año, hasta que el alcalde Alberto Ruiz-Gallardón (PP) decidió destinarle 4,5 millones de los fondos estatales con los que el Gobierno socialista pensaba resucitar la economía. Su reforma terminó costando 5,6 millones (un 24% más).
Gallardón lo inauguró en 2011, y prometió entonces licitar un restaurante en el mirador. “Hemos intentado poner en valor algo que no tenía interés, queremos que vuelva a tener valor turístico”, dijo el Gobierno municipal, que avanzó sin embargo que no sería fácil debido a su reducido tamaño para el uso hostelero.
Sin embargo, tras la inauguración, cuando Gallardón y su séquito lo abandonaron, el faro permaneció cerrado. Al intentar darle un uso mucho más lucrativo que el original, el Ayuntamiento tuvo que negociar un convenio con la Universidad Complutense, en cuyo suelo se alza la estructura. En enero de 2012 estaba “a punto de firmarse”. A día de hoy, sigue así.
La idea de Gallardón era que la universidad cediese el suelo por 75 años a cambio de 80.000 euros anuales (para mantenimiento y limpieza) y un 20% de los ingresos. La Complutense aceptó, pero el faro sigue vacío.
El pasado viernes, su rector, José Carrillo, pidió una vez más su reapertura. Le acompañaba en esta exigencia el líder municipal socialista, Jaime Lissavetzky, que cifró en nueve millones de euros la inversión total en la instalación. “Pertenece al catálogo de edificios frustrados que están desaprovechados”, explicó Lissavetzky, que denunció además “la publicidad engañosa” que lleva a cabo a su juicio el Ayuntamiento al incluir el faro en los recorridos turísticos de Madrid.
“No hay justificación para que siga cerrado”, añade la concejal socialista Ana García D´Atri. El Gobierno municipal, que ahora dirige Ana Botella (PP), ya admitió en su momento que le estaba resultando complicado encontrar una empresa interesada en gestionar la instalación. Y mientras continúa buscando la fórmula de explotación público-privada más ventajosa, el convenio con la Complutense permanece sin firmar. Y el faro, cerrado desde hace seis años, sigue a la deriva.
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